#2 Capítulo 1-x: Oscuro Amanecer

“Vuelo por encima de las nubes, puedo ver inmensos mares y montañas altísimas que no había visto nunca. Veo ciudades cuyas formas escapan a mi imaginación y gentes cuya vida resulta aparentemente pacífica e inofensiva… veo una utopía.”

-¡Eh, Aura, despierta! -me dijo una voz conocida que no conseguí reconocer en ese momento- ¡Son ya más de las diez!

Lo único que conseguí fue retorcerme entre las sábanas de lo que parecía ser mi cama. Me agarré firmemente a la almohada y hundí la cabeza con un gesto de irritación. Últimamente me ocurría a menudo, no podía -no quería- despertar de esos sueños que me cautivaban cada noche al entrar en el umbral de la cama. Noté cómo me zarandeaban, en un segundo intento de despertarme, pero no fue eso lo que me iría a motivar a incorporarme.

-¿Vas a faltar al primer día de clase? Yo también lo haría… -me volvió a insistir la voz, que sabía de verdad cómo manipularme, a mi pesar.

Di un sobresalto, aún abrazada por esos sueños tan embriagadores, y conseguí lanzar con dudosa puntería la almohada al responsable como venganza, que no resultó ser otro sino mi hermano. Lo único que hice fue acertar a la lámpara, que cayó al suelo del golpe, sirviendo el estruendo de ayuda para espabilarme.

-¿Tú no tienes clase? -le repliqué, con tono forzado, como si quisiera que estuviera él en mi lugar.

-¡No, yo siempre empiezo una semana después que tú! -me contestó, casi provocativamente.

En ese justo momento me moría de la envidia, él podría haber seguido durmiendo disfrutando de ese sueño. Cansada, me resigné a echarlo de mi habitación, no me gustaba que gente que no fuera yo, independientemente de si era familia o no, pululase por aquí. Quizá lo consideraba como mi pequeño santuario personal donde todo lo que había dentro de esas cuatro paredes era yo. Me sentía vulnerable cuando había alguien dentro, temía que pudieran hacerme algo.

Conseguí hacerme la cama con gran dejadez, despidiéndome de ella hasta la noche y coloqué la lámpara caída en su sitio original, que por suerte había salido ilesa de mi agresión. Cogí una libretita pequeña de tapa dura que utilizaba siempre a modo de cajón desastre y un bolígrafo que no sabría decir si era azul o negro, pero me valdría igual, total, el primer día de clase nunca se hace nada, salvo tomar algún apunte rara vez necesario y algún garabato fruto del aburrimiento. Antes de salir de mi pequeño santuario personal, recordé que iba aún en pijama… o no, era la ropa de ayer. Medio ofuscada por tamaño despiste, volví a dejar mi libretita de Pandora, como solía llamarla, y el boli en su sitio y fui a arreglarme. Mi armario era el escenario perfecto para ambientar una película de Indiana Jones, ya que escarbando un poco podías encontrar de todo: desde pilas o chismes pequeños a apuntes importantes que podrían indicarme la posible localización del Santo Grial. Finalmente me decanté por una camiseta roja sin mucho adorno, a juego con las paredes rojas de mi habitación, y unos vaqueros, que por muy a la moda que estuvieran, los encontraba realmente incómodos. Ejecutado el primer paso, volví a hacerme con la libreta de Pandora y el boli y me fui escaleras abajo a tal velocidad y haciendo tanto ruido que ni el hombre del tiempo habría sabido pronosticar si yo provocaría tormenta hoy o solo chubascos. Ya en la cocina, desayuné lo más rápido que pude, escuchando un ruido que se me antojaba a televisión e ignorando a mi hermano, que aún vagaba sin rumbo por la casa. Suertudo. Salí de casa dejando atrás un fuerte portazo, y corrí dirección al instituto en el que estudiaba, atormentada por el pensamiento de si habría roto la puerta del golpe.

Se trataba de un día nublado, probablemente causado por mi olímpico descenso de escalera, había un ambiente húmedo y caluroso que daba sensación de asfixia. El murmullo del hombre del estanco captó mi atención y desvié la mirada a las portadas de la multitud de periódicos que vendía. Nada interesante para variar. Al verme pasar indemne, me dedicó una mueca críptica que no me molesté en descifrar. El tiempo me empujaba hacia delante, odiaba no llegar a tiempo a cualquier sitio. Me centré en proseguir mi camino. Tras varios minutos de camino a toda velocidad, había llegado justo a tiempo al instituto, la sirena acababa de sonar y las entradas seguían colapsadas por oleadas de alumnos muy variopintos. El instituto era un lugar bastante tétrico a mi parecer. Los edificios eran de ladrillo antiguo, cubiertos por una fachada de un color neutro, plagada de ventanas diminutas enrejadas; además, todo el perímetro estaba cercado por una valla de proporciones descomunales de las que muchos vecinos se quejaban porque le daba al instituto un aspecto similar a una cárcel. Por suerte, tampoco he tenido la oportunidad de saber cómo era una, pero me lo puedo imaginar. Estaba todo abarrotado de chicos y chicas de edades que, personalmente, me interesaban bastante poco. No me consideraba una chica de muchos amigos, valoraba la soledad y la intimidad muy favorablemente, los consideraba momentos de paz y tranquilidad en los que podía pensar sin que nadie me pudiera interrumpir. Sin embargo, había una chica con la que sentía que tenía cierta conexión: se llamaba Elisa, pero ella insistía en que le llamaran Liz porque era más corto. Liz era una bonita chica rubia de rasgos muy finos que solía vestir de colores oscuros que le otorgaban cierto halo de misterio interesantísimo.

Cuando la conocí, y de eso hace mucho tiempo, me informó de que detestaba verse rodeada de gente y que era increíblemente tímida y reservada, pero eso no me pareció impedimento alguno para ganarme su amistad. A veces, con su mirada parecía agradecerme mi compañía. Liz se relacionaba con muy poca frecuencia con los demás porque rápidamente la tachaban de rara y bruja, dado su gusto por la ropa oscura, pero a ella no parecía importarle demasiado. A primera vista, no la conseguí ver entre la muchedumbre estudiantil, cosa que no me extrañó. Finalmente la conseguí localizar sentada sola al pie de un árbol, que curiosamente estaba seco.

-¡Buenos días, señorita Liz! -saludé, con un tono alegre y mediopicante que decían que me caracterizaba y les divertía mucho. Le abracé.

-Hola Aura, -dijo ella, con su vocecilla melodiosa que muchos catalogarían como canto de sirena- ¿cómo ha ido el verano?

-Pues no ha pasado tanto… -le contesté, sinceramente- los veranos tienen una horrible tendencia a ser siempre iguales.

-Yo ampliaría ese rango temporal a todo el año. -opinó, con un aire filosófico e irrefutable.

[…]

Acercamiento sinestésico: http://youtu.be/YSshQu9rQLc

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